El espacio es reducido.
Oscuro.
Negro.
Las
paredes apenas le permiten levantarse.
“¿Dónde estoy?”
Se incorpora.
Le duele la cabeza. Está completamente desorientado.
“¿Qué
hago aquí?”
Cada vez más nervioso, comienza a recorrer, con
sus manos, los límites del frío cemento que lo envuelve.
No sabe cuánto tiempo
lleva ahí dentro.
No hay ninguna puerta. No hay salida.
Su respiración comienza a acelerarse.
Exhausto, se apoya en la pared, intentando
encontrar respuestas.
Cierra los ojos.
Una bombilla se enciende. Debajo, una pequeña
mesa de madera, a unos pocos metros de él. Hay alguien ahí sentado.
-¡Oiga, ¿qué hago aquí?, ¿qué es todo esto?!
-Siéntese, no tenga miedo.
No logra ver su rostro, en sombra.
Intrigado y asustado, se acerca lentamente.
La cabeza le da vueltas.
La cabeza le da vueltas.
Se sienta.
-¡¿Qué hago aquí?!
-Silencio. Arrepiéntase.
-¿Arrepentirme? ¿De qué?
-De su pecado.
-¿Qué pecado? ¿Qué he hecho yo?
-Silencio. Arrepiéntase.
-Pero ¡¿de qué?!
-El hombre en sombra se
levanta, furioso, tira la silla al suelo y da un fuerte golpe en la mesa. Un
golpe que retumba por todo el espacio.
Abre los ojos.
Hace un poco de viento
fresco. Huele a tierra mojada.
Aún tumbado sobre la
hierba, se queda admirando la belleza del cielo bajo el que se encuentra. De
fondo, el sencillo repicar de las campanas.
Está atardeciendo.
El sol,
en el horizonte, lo cubre todo de un color ocre intenso.
Se incorpora mientras
observa la escena.
Con paso tranquilo, pero
decidido, se dirige al interior junto a los demás jóvenes.
Al llegar, se sienta en el
suelo, junto a una chica.
El espacio es de madera,
amable, acogedor. Sencillo.
Huele a incienso. Miles de
velas iluminan el lugar.
Ella le mira. Sonríe.
La música, de repente, lo
inunda todo.
Un piano que suena, una
guitarra que calma. Y miles de voces que cantan al unísono.
Ella le mira. Sonríe.
Sonríen.